Corría el año 304 d.C., y las prédicas y conversiones de San Vicente en Zaragoza junto al Obispo Valero alcanzaron gran número y gran éxito, llegando a los oídos del Cónsul Daciano, que, siguiendo el dictado de las autoridades romanas, ordenó que fueran apresados y traídos a Valencia para darles martirio y que abjuraran de su Fe. Se trataba de castigar ejemplarmente ante el pueblo valenciano una religión que empezaba a propagarse peligrosamente, lo suficiente como para hacer tambalear los pilares del Imperio Romano. Tras su negativa a renunciar a la Fe cristiana los dos religiosos fueron encarcelados, desterrando posteriormente al Obispo Valero a Francia, mientras su diácono, el joven San Vicente, fue elegido para sufrir martirio según lo que disponía la Lex Romana para los enemigos del Imperio. Uno tras otro, San Vicente resistió sin desfallecer tormentos como el ecúleo o potro, la catasta en forma de aspa (que separaba brazos y piernas mediante cuerdas), azotes, desgarros con garfios...